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miércoles, 14 de noviembre de 2012

IMAGENES DE LA NOBLEZA DEL TORO BRAVO EN EL CAMPO. Vemos, en estas imágenes, a unos toreros enfrentándose, esta vez desarmados, a las "terribles fieras" que son los toros bravos: El de esta foto es Luis Miguel Dominguín. Aquí podemos ver al "agresivo" toro permitiendo que un ser humano se le siente encima.
El maestro Julio Robles dandole de comer a un toro bravo hierva con la boca-
Aquí está Julio Robles, en silla de ruedas, rodeado de toros "agresivos". Uno de ellos
El toro manso que al morir deprimió a Antoñet "
"¿Tú que quieres chico?", repetía el matador, sosteniendo próxima, fija, implacable, la mirada penetrante de la bestia. Una bellota, luego otra.... palabras tiernas de torero retirado y el animal que se aplaca, sumiso y dócil, abandonado a las caricias de su amo. Ahí los dos, hombre y toro, en una cómplice unión. Fué su fiel mascota durante 11 años, hasta que un tumor se llevó por delante al gran semental. Su muerte, en 2004, fué el motivo que llevó a Antonio Chenel a sufrir una severa depresión y a vender su ganadería. El periodista y colaborador de Magazine, Julio César Iglesias, cuenta la increible historia de una relación que comenzó cuando, misteriosamente, Romerito no embistió al matador como un toro bravo, sino que prefirió comerse las bellotas que vareaba bajo una encina de su finca. Romerito fué un toro puro Murube que Capea le regaló en 1993. Poco antes, Antonio había comprado 25 vacas del mismo encaste. Sería una especie de patriarca de la ganadería con la que pensaba cumplir un sueño pendiente: su último sueño profesional y el encaste Murube representaba su ideal de toro. Pedro y Carmen Capea decidieron regalarle a Romerito. Era utrero y procedía de una tienta de machos, un casting de sementales que habían organizado en su finca salmantina. Fué calificado de sobresaliente en el caballo y notable en la muleta. Bravísimo y muy pronto, pero demasiado agresivo. Meses más tarde, en su finca de Navalagamella, al norte de Madrid, impaciente como padre primerizo, Antonio esperaba la llegada del camión con su semental. De pronto se abrió la trampilla y apareció aquel torazo. Era un galán, un pavo, el tren de las 12. Lo que se dice un tío. Instintívamente le retocó el nombre. Para él, no sería Romerito, sería Romero. Como declaración de intenciones, lo echó inmediatamente a las vacas. Romero se distanció, se acomodó y empezó a hacer su vida íntima sin incidencias. Al final del otoño, Antonio repasó las encinas, se habían cuajado de bellotas. Empezó a varear, el suelo se llenó y las vacas estiraban el cuello y venían a fisgar. Antonio miró de reojo por si Romero se proponía marcar el territorio y tocaba salir de naja. Nada que temer, seguía las operaciones a distancia, indiferente como un tótem. Tranquilo él, tranquilo yo. Embebido en las tareas de campo, Antonio repetía invariablemente sus rutinas de ganadero: vareaba las encinas, permitía que las vacas se acercaran a discreción y fumaba su cigarrito, sentado en uno de los tres poyos desde los que se abría el horizonte de la finca. Por la fuerza de la costumbre, un día fumó, vareó, se distrajo, resopló y justo entonces sintió un toque sospechoso en el empeine del pie izquierdo. Para alguien que había matado toros estaba claro que aquel era el toque redondo de la pala de un pitón. Casi no se atrevía ni a mirar, pero miró. Era el mismísimo Romero, el expreso de las 12. En situaciones como aquella había que abstraerse y escuchar el sistema nervioso. Se encogió de hombros y murmuró, como en confidencia, lo que estaba pensando. -Sé que no tengo escapatoria, Romero. Además, no sabría donde ir. Puede que te arranques y me heches mano. En ese caso estaré perdido: ya ves que la casa queda lejos y que no hay donde resguardarse. Me quedaré aquí, esperando a que decidas por los dos. Y que pase lo que tenga que pasar. No hubo cogida. Tiempo después, imposible saber cuanto, Romero se fué muy despacio. Empezaron ahí una relación telepática. Cada vez que se acercaba aquel grandullón de casi 600 kgs., Antonio sentía una mezcla de inquietud y curiosidad. La superaba con un antiguo recurso de superviviente: ante la sensación de peligro, lo aconsejable era disfrutar del miedo. Si acaso, se permitiría algunas precauciones elementales. Por ejemplo, la de recoger dos puñados de las bellotas mejor esmaltadas para llenarse el bolsillo. Luego encendía el cigarro y fingía indiferencia, como quien se hace el quite del perdón. En cuanto le veía, Romero se acercaba con la prestancia de los toros dominantes. Para prevenir malentendidos, Antonio le lanzaba las bellotas 10 ó 15 mts. más allá. Pero Romero seguía avanzando y él recuperaba la sensación de fragilidad y le repetía su habitual discurso de subordinado. -Sé que no tengo escapatoria, Romero. Además no sabría donde ir... Cuando quiso darse cuenta, estaba dándole bellotas en la mano. Pedro Capea le había regalado un amigo. Le hablaba y se acercaba, le respetaba, le escuchaba, le daba de comer. Pasó la temporada de bellotas y Antonio le ofrecía en el cuenco de la mano unos cuantos tacos de pienso compuesto. Romero los retiraba con delicadeza. Tenía la cornamenta larga y acapachada; dos leños que se abrían, bajaban y remontaban su curva de guadaña. Parecía imposible que en algún movimiento instintivo no le alcanzase las sienes con el pitón. El secreto era sorprendente: antes de volver la cabeza, daba un pasito atrás. ¿Cómo podía evitar su fascinación por aquel toro? En 1997, Pedro Capea le pidió prestado a Romero para cubrir unas vacas. En el viaje a Salamanca, desguazó la caja del camión. Luego, a su llegada, proclamó la ley marcial y allí declaró la guerra. Convertía cualquier trámite de mantenimiento en un problema. Mientras tanto, Antonio descontaba los meses mirando el reloj. Pasados tres años, Pedro lo devolvió a Navagamella. Antoñete estaba lleno de dudas: no había vuelto a verlo, y por segunda vez, llegaba precedido de su leyenda de camorrista. Abrieron la trampilla medio destrozada del camión, salió Romerito, le habló Antonio, "Vamos, vamos, ya estás en casa", y Romerito se convirtió en Romero. Convivió con Antonio cinco años más. En 2004 le detectaron un tumor. La dolencia era incurable. Solo le quedaban dos o tres meses. Antonio tomó una decisión: le abriría la puerta y lo dejaría que se fuera con sus vacas. Quedaría con él a la hora convenida. Como siempre y hasta el final. Romero murió en algún momento del verano. Se fué al limbo de los toros y dejó a Antoñete como un alma en pena. Este episodio, que no pasó de un buen susto inicial, marcó el comienzo de una hermosa y sorprendente amistad. Ni el tiempo que estuvieron separados logró romper la química que había entre ellos. Tratar de explicar un fenómeno semejante pasa por admitir un hecho arraigado a los orígenes de la vida: el de la relación del hombre con el resto de animales, que pueden tener, en ocasiones, lazos mucho más fuertes de los que se tienden entre humanos. El animal que logre integrarse en la cotidianidad de una persona, le hará extensible su cariño, sin interponer condiciones. Nos demuestran afecto simplemente por existir, por ser quienes somos, sin hacer juicios de valor. Como se podrá observar, estos animales "tan agresivos", son los que embisten todo lo que ven.

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