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sábado, 7 de julio de 2012

El 11 de julio de 1987 fue una tarde aciaga para el toreo y sucedió en Pamplona. En la ruidosa, festiva, jaranera y de indudable importancia y repercusión Feria del Toro, que trasciende lo estrictamente taurino, se vivieron escenas solanescas (por Gutiérrez Solana y, también, por los tendidos de sol) que supusieron un borrón en su historia, don Ernesto aparte. Los hechos (y las crónicas) nos hablan de una corrida de Pablo Romero de hermosa presencia y (muy) mansa condición a la que se enfrentaron (nunca mejor dicho) José Antonio Campuzano, Luis Francisco Esplá y Lucio Sandín. Si Campuzano y Sandín, pese a su encomiable empeño, no pudieron sacar nada de sus respectivos lotes, con Esplá llegó el escándalo. Ojo, con él llegó, no por él. Me explico. Salió el segundo, Chivito, con 651 kilos sobre su imponente esqueleto y de pelo negro como la pena negra y el gentío, incluidas las peñas, exclamó ¡oh! El toro se hizo el amo de la escena, oteó el horizonte y saltó por dos veces al callejón, por la sombra y por el sol, para que todos lo pudieran contemplar de cerca. Fue avistar a los picadores y cruzar raudo el ruedo de punta a punta. Derribó a Manuel Cid y, no contento con la fechoría, volvió grupa y galopó a por Victoriano Cáneva, al que también mandó al suelo después de cuatro entradas y otras tantas huídas. Volvió el extraordinario piquero salmantino a la montura y fue para su mal pues le hizo saltar de la silla y, en el aire, le asestó una criminal cornada en el pulmón de la que, al instante, brotó la sangre en manantial. Después, Cid se cobró cumplida venganza con una carioca magistral. La gente, la sombra y el sol, aplaudía como si estuvieran ante el mayor ejemplo de bravura jamás vista mientras, por el callejón, se llevaban a Cáneva con el pecho abierto hacia el que llovían restos de sandía arrojados desde los tendidos de sol. El público en pie aclamaba a un toro que lo único que había mostrado era instinto asesino y mansedumbre cum laude. Esplá, pura lógica, decidió no tomar las banderillas y ardió Troya (Pamplona). Insultos a coro, lluvia de botellas y un trago para la cuadrilla del alicantino, quien no pudo , pese a los ayudados de inicio, los cambios de mano con sabor y algún ceñido redondo, siempre con la torería por bandera y ante un toro que llegó al último tercio sin empuje alguno (en parte, por el puyazo de Cid), remontar un ambiente tan hostil como injusto, pues, recordemos, todo había empezado por no banderillear. Hubo quienes llegaron a pedir la vuelta al ruedo para el tal Chivito. En el quinto, otro buey de carreta, Esplá sólo llegó a poner un par de banderillas pues siguieron con el lanzamiento de frutas y botellas. Una de ellas, de cava, cayó a centímetros del torero que, pausadamente, la llevó hasta las tablas de los tendidos de los que había salido, la dejó bajo el estribo y aguantó una nueva lluvia de objetos perfectamente identificables. No acabó ahí la cosa pues, mientras Sandín intentaba lo imposible ante el último, de 670 kilos de mansedumbre, el callejón se nutría de individuos malcarados, pañuelico al cuello, que, llegados al final, esperaron a Esplá en el patio de cuadrillas con las peores intenciones que sólo la templanza del torero consiguió no fructificaran. Recuerdo todo esto (que nada tiene que ver con mi afecto a una tierra, una afición -que, sin ir más lejos, hizo del propio Esplá su ídolo dos años antes en tarde memorable del alicantino- y, también, una feria, ejemplares en tantos aspectos) sin otro ánimo que poner ante el espejo ciertos comportamientos (aquí llevados al límite) de los públicos, a veces provocados por una euforia festiva mal entendida o el desconocimiento y otras inducidos por según que mensajes les llegan. Si no nos duelen prendas en la crítica y la denuncia de festejos en los que la debida seriedad e integridad del espectáculo (en todos sus componentes, público incluido) quedan en entredicho, con ganado sospechoso de todo, toreros y cuadrillas que tiran por la calle de en medio sin el mínimo pudor y público confundido, también habrá que hacerlo, digo yo, cuando, pese (o, precisamente, por ello) a la importancia del coso y la relevancia de su afición se producen situaciones que dejan en evidencia a quienes las protagonizan. No sé si me explico. Por cierto y para acabar, preguntado Esplá, pasados los años, por el instinto diabólico del toro Chivito, contestó con su conocida sorna: "No era un diablo, era gilipollas". Escrito todo lo anterior ¡viva San Fermín! Paco March

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