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domingo, 10 de febrero de 2013

CUANDO UN TORO ES AMIGO DEL HOMBRE
Lejos de ser frecuente, constituye siempre una excepción que suscita el asombro y merece el comentario, cuando se indulta a un toro, animal profundamente xenófobo sin saber lo que la palabra significa, por su extrema docilidad.Es el caso de dos astados bravos y nobles: Culebro y, sobre todo, el inolvidable CivilónBARCELONA. En la plaza antigua de la Barceloneta se le perdonó la vida al toro Culebro. Milagro inteligente de un animal que supo amoldarse a las circunstancias. Y, en la Monumental a Civilón, al que curó en el campo de una herida la hija del ganadero y que el buen público barcelonés pidió y obtuvo la gracia del indulto también.El ya mencionado Culebro pertenecía a la vacada de don Andrés García que, anteriormente, había poseido don Cipriano Ferrer en Pina de Ebro (Zaragoza). A estos astados se les daba el nombre de los «Toros de la Campanilla». Culebro fue un toro célebre, como se verá en el transcurso de este relato, sobrante en una corrida en 1888. Durante su larga estancia en los corrales cuidábale el mayoral de la plaza de la Barceloneta Serafín Grego y Salisachs (Salerito) que tomó gran cariño al toro. Empezó acariciándolo. Le daba a comer hierba con la mano en el centro del corral y llegó a montarse sobre él. Todo aquello trascendió al público y se pensó que por las atenciones recibidas no serviría para la lidia.Culebro fue destinado a ocupar el quinto lugar en la corrida del 1 de septiembre de 1889. Fueron los espadas de esta corrida José Centeno y el valenciano Julio Aparici (Fabrilo). Aquellos vaticinios quedaron desmentidos en absoluto. Culebro era retinto, carinegro y bien armado. Fue un animal codicioso, remató en tablas, recibió ocho puyazos de Melilla, Amaré y Veintiundit, dio tres caidas a los picadores y mató dos caballos. Comprobado el coraje de su pelea, el público empezó a pedir que se le perdonara la vida, a lo que accedió la presidencia.Al aparecer los bueyes, Serafín no pudo dominarse y saltó al ruedo, impulsado por la emoción. Llamó a Culebro, éste le conoció, se fue a él despacio y al juntarse, alejados los bueyes, se dejó acariciar en medio del asombro de los espectadores que prorrumpieron en una gran ovación. El bravo animal fue conducido al corral, sin cabestros, siguiendo sólo, paso a paso, a su conocido protector

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