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viernes, 8 de febrero de 2013

MIGUEL ÁNGEL GARZÓN
La esposa de Miguel Ángel Garzón ante el cadáver de su marido Cortesía Revista El Esportón Nacido en la ganadera localidad salmantina de Matilla de los Caños, Miguel Ángel Garzón dejó de existir, a los 28 años de edad, el 11 de febrero de 1986, al ser alcanzado por un astado de la ganadería de Benito Ramajo cuando tomaba parte de los populares “Carnavales Taurinos” de Ciudad Rodrigo (Salamanca). (Fuente: Don Juan José de Bonifaz Ybarra, de su obra “Víctimas de la Fiesta”, Capítulo 7, Página 203). El 26 de octubre de 2012 recibí una amable carta de mi amigo y colega cronista Rafael Gómez Lozano (Dientefino) donde me allega una sentida editorial de don Alfonso Navalon titulada: "Una muerte sin romances" publicada en "La Revista de la Asociación Taurina Cultural", número 20, de marzo de 1986, página 28, donde cuenta con tristeza en ésta maravillosa elegía que: "En el encierro del martes de Carnaval, último día de las fiestas de Ciudad Rodrigo, cayo muerto de tres cornadas Miguel Ángel Garzón, de veintiocho años, que trabajaba en Eibar y todos los años venía a correr los encierros. Estaba casado y deja un niño de cuatro años"… Tú no eres Paquirri. Ni El Yiyo. Y tu muerte tremenda entre el frío y la nieve de un pueblo medieval de Castilla, no va a tener ecos ni romances. Ni las cámaras de televisión recogieron ese zarandeo dramático, para luego repetirlo en las pantallas entre el patético escalofrío de millones de ciudadanos en zapatillas de felpa. Tú eras solo Miguel Ángel Garzón, mozo fornido que trabajabas lejos de tu pueblo querido, de ese Matilla de los Caños del Río, cuna de las ganaderías más famosas del campo charro. Allí aprendiste a querer y a desafiar a los toros bravos. Allí, casi a la puerta de tu humilde casa, estaban los legendarios "Gracilianos" y cuando llegaba el invierno o la primavera en media legua a la redonda había todos los días tentaderos, donde veías torear a todos los grandes toreros que en la historia han sido. Te venía de casta y de familia ese latir de tu sangre torera y cuando llegaron los años malos y la mocedad del pueblo se fue a buscarse la vida por las Alemanias, tú también cogiste la maleta de emigrante pero te quedaste en Eibar, amasando una fortunita para volver a la tierra y quedarte aquí. Todos los años venías a correr los toros al famoso encierro del Carnaval de Ciudad Rodrigo. Y este año para quedarte ya. Para poner un bar y servirle alegría a tu gente, para que tu niño, cuando fuera hombre, no tuviera necesidad de hacer las maletas de la morriña y estar en las Vascongadas soñando con las encinas y los toros de Salamanca. No te van a sacar romances, Miguel Ángel, y tu viuda solo se llama Pilar, otra mujer sencilla de aquellos campos que te encontró esta mañana del Carnaval, tumbado en una mesa en los bajos del Ayuntamiento con la boca destrozada por la última cornada del último toro del desencierro. Y el llanto de tus padres y de aquellos tíos que te criaron en otro pueblo como Lumbrales, de larga tradición de encierros agosteños. Tú no eras, Miguel Ángel, el borrachito alocado o ignorante que algunas veces muere en el encierro sin darse cuenta. Tú sabías correr y esa mañana lo demostraste una vez más. Habías esperado la salida de los toros en la estrecha calle de Madrid y los aguantaste muy cerca por toda la bóveda de la Puerta del Conde, por el mismo sitio que atravesó Lord Wellington al levantar el asedio de los franceses. Incluso le diste un quiebro muy ceñido cuando se abrió el abanico al salir de la Bóveda. Pero el último toro se quedó rezagado y la tomó contigo. Cuando intentaste ganar las talanqueras fallaste en el salto y caíste en la cara. Allí te tiró la cornada seca en mitad de la boca que te abrió la sesera. Allí se te partió la nuca al chocar contra las barras de hierro, allí te tiró luego tres cornadas en el suelo, de las que ya no te hacía falta morir ¡porque ya estabas muerto! No vas a pasar a la lista de los triunfadores o derrotados que murieron en los ruedos y cuando llegue otro once de febrero, ningún torero de ninguna plaza se parara a guardar un minuto de silencio en tu memoria. Tú eres sólo la generosa sangre anónima del pueblo que ha caído rindiendo culto a eso que tienen los toros de rito y de misterio. A ese impulso que te obligaba todos los años a dejar las brumas de Eibar para venir a correr delante de los toros. Para sentir en tus entrañas esa hombría de jugar con el peligro y vencerlo. Tú eres, Miguel Ángel, el último sacrificio ofrecido a este dios salvaje de la fecundidad y el poder, a ese toro que raptó a Europa, cuando precisamente algunas voces de Europa levantan su voz airada, pidiendo en nombre del respeto a los animales que acabemos con una fiesta, donde hombres como este Miguel Ángel de Matilla de los Caños son capaces de dejar su vida en las calles de una ciudad, por donde han pasado todas las civilizaciones conocidas, desde los celtíberos y los romanos hasta las telenovelas donde el amor ya no se hace debajo de las encinas. Tu viuda se llama solo Pilar y se morderá su dolor en silencio y no podrá hace negocio con tu muerte, ni nadie pondrá en las manos del niño más flores que las margaritas nacidas en los prados de tu pueblo. Esta muerte es la otra cara de la gloria y los romances. Es que has dejado la vida en una calle como un partisano anónimo. Es que mañana ya no podrás contar tus humildes ahorros, ni abrir esa taberna para servirle una jarra de vino a los mismos que jugaron contigo y se fueron lejos a luchar contra el hambre.

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