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viernes, 28 de febrero de 2014

HACIENDO HISTORIA, (LA CASTA NAVARRA)

Los toros de la casta Navarra.
Tradicionalmente los toros navarros han respondido a un prototipo morfológico muy característico donde destacan su pequeño formato (brevilineos), sus pelajes colorados y rizosos y su acusada viveza. Se trata por tanto de animales de talla muy pequeña, y extremadamente finos, que lucen un perfil cefálico cóncavo y que son característicamente elipométricos o de peso bajo, lo cual no es extraño si se tiene en cuenta su disminuido tamaño y su característico tipo aleonado, con mayor predominio en el tercio anterior, y con escaso desarrollo de la grupa. La cabeza suele ser pequeña y de morro ancho. Presenta los ojos de tamaño grande, muy saltones y de mirada muy viva, característica que constituye uno de los rasgos más peculiares de las Casta Navarra. La cara está cubierta por pelos largos y rizosos, dándose muchos ejemplares foscos e incluso astracanadas, al prolongarse los rizos hasta el cuello, llegando en ocasiones a alcanzar las paletillas. Las orejas son pequeñas y muy movibles, provistas de abundantes pelos. Las encornaduras son cortas de longitud y se dirigen normalmente hacia arriba (veletos), apareciendo con menor frecuencia los cornivueltos y cornipasos. Tienen una coloración clara o acaramelada, y finalizan en pitones muy agudos. El cuello es ancho y más bien corto, provisto de un morrillo prominente, pero no excesivo, de forma que no se desentona sobre el conjunto del animal. La papada aparece igualmente poco marcada. El tronco tiene forma de trapecio, y el pecho es profundo y ancho. La línea dorso-lumbar aparece más o menos arqueada, y la grupa es almendrada, alcanzando poco desarrollo en general, mientras que el vientre tiene forma redondeada y es poco prominente. Las extremidades son cortas y finas, con pezuñas de tamaño reducido, y la cola es larga, fina y provista de un borlón muy poblado. En conjunto los toros navarros resultan armónicos y muy bonitos por su finura y su viveza. Los pelajes característicos de los vacunos navarros se incluyen en la gama de las capas coloradas, que se presentan en toda su variedad, melocotón, colorado, colorado encendido y retinto. También son frecuentes las pintas castañas, mientras que las negras y tostadas se aprecian con menos asiduidad. Los accidentes más frecuentes que acompañan a estas capas son el albardado, aldinegro, anteado, chorreado, lavado, ojo de perdiz, ojalado, ojinegro, bociblanco, bocidorado, listón y lombardo. El bragado y el meano tan común en la mayoría de las procedencias ganaderas es aquí mucho menos abundante. Las vacas de Casta Navarra Las hembras manifiestan aún más las características propias de su origen. Su talla es considerablemente menor que la de los machos, y acusan una marcada elipometría, mientras que la concavidad del perfil resulta todavía más patente. La cabeza es estrecha y alargada, circunstancia que hace destacar aún más los ojos claros y saltones. Los cuernos son acaramelados o claros, muy finos en todo su trayecto, y con predominio de las encornaduras veletas, aunque las cornivueltas, y sobre todo las cornipasas son también bastante frecuentes. El cuello es fino, estrecho y muy movible, el tronco es discretamente desarrollado, con la línea dorso-lumbar ligeramente ensillada. Las extremidades son igualmente muy finas y cortas, mientras que las ubres alcanzan un tamaño discreto. La cola es proporcionalmente más larga que la de los toros, e igualmente poblada. El comportamiento de la Casta Navarra Las reses de Casta Navarra han lucido desde tiempos inmemorables una bravura seca, primitiva, exenta de cualquier característica que implique entrega y colaboración con los toreros, que resulta tan espectacular como su propia presencia física. De este modo los tratadistas han venido calificando a los ejemplares como duros y con pocos atisbos de nobleza, extremadamente bravos, de mucho nervio y agilidad, otorgándose otros calificativos que dan una idea de sus aptitudes, como los de fogosos, mal humorados, astutos y hasta arteros. En el ruedo, la escasa presencia de los toros navarros compensaba con creces por su dureza, el fervor de los aficionados del siglo pasado. Cuentan crónicas de l época que estos astados se arrancaban de lejos a los caballos, y cuando hacían presa los derribaban, se subían sobre ellos, y además de cornearles, les mordían y pateaban con saña. En el segundo tercio salían persiguiendo con frecuencia a los banderilleros que acababan de sacarles los railotes, sin hacer caso de los capotes con los que otros toreros intentaban hacerles el quite. Les obligaban a saltar la barrera, y también la saltaban ellos limpiamente persiguiéndoles. Durante las faenas de muleta estaban dotados de un prodigioso sentido de la anticipación, eran pegajosos, y se revolvían rápidamente, además de tirar numerosas cornadas en cada derrote. Resultaban broncos y muy difíciles para los diestros, a pesar de que en esta época las faenas de muleta eran una simple preparación para entrar a matar al toro, de que los diestros de entonces basaban una buena parte de su técnica en la propia rapidez de reflejos y en la velocidad de las piernas para ponerse a salvo. Desde siempre el desbordado temperamento y la facilidad para adquirir resabios típicos de los toros navarros infundieron terror en en los lidiadores. Ya en el siglo XX la evolución del toreo hacia un espectáculo cada vez más artístico y menos basado en el enfrentamiento toro-torero condicionó lo que habría de ser la regresión de esta casta, hasta el punto de colocarla casi en trance de extinción. Los toreros se decantaron por un tipo de toro cada vez menos complicado, rechazando por completo los vacunos navarros, que empezaron a desaparecer totalmente de los espectáculos mayores. Además, lo justo de su trapío contribuyó a lograr con más facilidad el objetivo de los lidiadores.

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