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viernes, 13 de julio de 2012

Desde tiempos inmemoriales, recorrían los pueblos de España los llamados «matatoros» o «toreadores», divirtiendo al público (y cobrando por ello) mediante la práctica del toreo a pie de forma más o menos rudimentaria (sorteando o recortando a los toros, dándoles lanzadas o saltos, etc.). Además, estaban los pajes que, como parte de su servicio, ayudaban a los caballeros a lancear o rejonear a caballo, realizando los quites cuando fuera necesario. Con la prohibición de torear a caballo que en 1723 Felipe V impuso a sus cortesanos, los modestos matatoros y los pajes empezaron a torear por su cuenta en las ciudades más importantes y a desatar el entusiasmo del gran público. Aunque la lidia de toros se practica desde muy antiguo, en la segunda mitad del siglo XVIII se produjeron en España una serie de novedades en su práctica que dio lugar a las corridas de toros en su sentido moderno: El toreo a pie sustituye al de a caballo. Los protagonistas ya no son caballeros pertenecientes a clases altas, sino gente del pueblo que se profesionaliza y cobra por su actuación. Nacen las ganaderías bravas y se comienza a seleccionar los toros para la lidia, frente a la situación anterior de mera espontaneidad. Se construyen las primeras plazas de toros como edificios permanentes destinados al festejo. Se escriben las primeras tauromaquias, que fijan la técnica y las normas y van definiendo el arte de torear. Existieron dos corrientes regionales de cuya combinación surgió el toreo a pie: el ámbito vasconavarro y el andaluz. La tauromaquia vasconavarra se basaba en los saltos, en los recortes y en las banderillas, sin mayor sofisticación, mientras que la andaluza se desarrollaba con lienzos y capas para engañar a los toros. Durante algunas décadas ambos estilos se disputaron la primacía del público, saliendo victorioso el modelo andaluz. De la tauromaquia vasconavarra dejó constancia gráfica Francisco de Goya, que presenció los saltos de garrocha de Martincho, del licenciado de Falces o de Juanito Apiñani en las plazas de Zaragoza y de Madrid. La actual suerte de banderillas es el único legado que ha perdurado de aquel toreo navarro en las corridas de toros, si bien siguen muy vivos los espectáculos de saltos y recortadores en festejos populares. Pepe-Hillo, figura del toreo de la última década del siglo XVIII, en un grabado de Goya. Con diversas variaciones, se van estableciendo a lo largo del siglo XVIII todos los elementos de las corridas modernas. Se considera al rondeño Francisco Romero el padre del toreo moderno. Romero, fundador de una célebre dinastía, había tomado parte en las últimas corridas caballerescas. Inventó la muleta, dividió la lidia en tres tercios (varas, banderillas y muerte) y subordinó la cuadrilla a las exigencias del diestro. Sin embargo, será su hijo Juan Romero y sobre todo Pedro Romero (nieto de Francisco), Pepe-Hillo y Costillares, las primeras figuras conocidas, quienes ya en la década de los setenta del siglo XVIII impongan de forma definitiva su visión del toreo frente a la tradición navarra, muy semejante ya a la actual. Una vez decantado el toreo en favor de la idea andaluza, surge una nueva disputa entre toreros andaluces a finales del siglo XVIII: los partidarios del estilo rondeño y los del sevillano. Ambos se basaban en el toreo con capa, pero discrepaban en la finalidad de la lidia: para los rondeños lo fundamental era la estocada, por lo que todo se supeditaba a la preparación de la muerte del toro. Cuantos menos capotazos mejor, para no agotar al toro y poderlo matar recibiendo (no conocían el volapié). En cambio, los sevillanos consideraban que lo importante era lucirse con la capa, mientras que la muerte era solo una forma de poner fin a la faena cuando el toro ya estaba agotado. Costillares inventó la verónica y el matar a volapié (fundamental, para poder dar muerte a toros aplomados tras numerosos pases). También logró supeditar la labor de los picadores a las necesidades de la lidia a pie.

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